jueves, 4 de julio de 2013

Luz

La casa era grande y llegó a acoger a tres generaciones al mismo tiempo entre sus paredes. Pero los años pasan, implacables, y la casa se quedó prácticamente vacía. 

Juana nunca olvidaría el día que, tras el entierro de su marido, se quedó sola en la gran casa de azulejos claros y luminosos patios. Sus hijos ya tenían su vida, algunos incluso lejos, muy lejos del pueblo. Sus nietos, que tanto la distrajeron y de los que tanto se quejó, también se habían ido. Incluso la perra, Cuca, la habían enterrado hacía dos años en el jardín trasero de la gran casa de su hijo Joaquín. Tan grande como aquel pasillo blanco, como aquella cómoda butaca junto al brasero y aquella cama de matrimonio, ahora de viuda. 



Sólo necesitó tres días para darse cuenta de la terrible soledad que la amenazaba y la aterraba. Al hacerse de noche el tercer día, Juana salió corriendo de la casa, aún con la bata puesta.

Tras aquel ataque de pánico, su hermana Inés fue a vivir con ella. La verdad es que era lo más lógico. Inés tenía unos cinco años menos que ella, pero había sufrido una vida de soledad desde los veinte. Se enamoró, pero él se fue. La guerra, decía ella. «Tenía el corazón y las piernas inquietas, no pudo quedarse en casa». Unas veces decía que fue la guerra lo que lo alejó de ella, otras, un viaje a Marruecos. En el pueblo decían que fue por otra mujer, de la ciudad, más rica y más mayor. Pero la gente dice muchas cosas.



Inés nunca dejó de esperar a su amado, y se pasó la vida cuidando de su madre, que también terminó por abandonarla. Y la muerte es así, no hay que echarle la culpa. Pero de todos modos, si alguien sabía de la soledad, esa era Inés.

Era enero cuando el viento del mar bramó más fuerte que de costumbre y obligó a Juana a quedarse en cama más tiempo del que quisiera. Para ayudarle a recuperarse, su hermana iba todas las mañanas a comprarle churros que tomar con el café de leche. Los compraba en aquella pequeña churrería cerca de la plaza de la Torre de la Merced, desde donde se podía oler el mar. 



Aquella mañana, Inés quiso ver el mar. Llevaba su pañuelo favorito, el morado, y el frío húmedo le traía recuerdos de tardes paseando por la playa, del brazo de su único y por siempre amor. 



Pero aquella mañana los graznidos de las gaviotas no eran los únicos gritos que rompían la paz. Dos hombres jóvenes mantenían una fuerte y acalorada discusión junto a las olas. Inés detuvo su avance con cautela. Ya no le apetecía bajar junto al mar. 



La anciana reprimió un grito cuando uno de los hombres apuñaló hasta la muerte al otro. Cayeron sobre el mar y la navaja se levantó una y otra vez mientras las olas rompían contra las figuras. Cuando el asesino se levantó, empapado de sal y sangre, su mirada se cruzó con la de la aterrorizada mujer. Tras unos segundos de miradas de extrañeza, el hombre se llevó un dedo a los labios pidiendo silencio aún con la navaja en la mano.

Aquella mañana, Inés llegó corriendo a casa, con sus cansadas piernas ligeras como no lo eran desde hacía años. Juana ya estaba levantada pero no preguntó nada. 



Los días pasaron, pero Inés no podía olvidar la sonrisa burlona del asesino, la arena manchada de sangre del otro, ni como las olas tiraban de él hacia dentro, como si quisieran borrar los horrores de esa mañana. 



Todo empeoró cuando apareció la esquela del difunto en el periódico. Pasaba por entre los corrillos en las puertas de las casas como si hubiera sido ella la asesina. 



Finalmente se confesó a Juana, pero ni esta ni los remordimientos consiguieron que hablara con nadie más. Inés pidió a su hermana que no dijera nada, pero esta insistió en que por lo menos fuera a confesarse. 



El párroco estuvo de acuerdo con Juana: había que denunciar al asesino. Aunque no lo conociera, podía ayudar a la policía a dar con él o por lo menos, dar un poco de reposo a la familia. 



Con el valor renovado, Inés salió de la capilla del brazo de su hermana y acompañada del religioso, mientras discutían como proceder. Pero al salir al pasar por la capilla de las cofradías enmudeció de nuevo. Uno de los cofrades la miraba con el ceño fruncido. Cuando sus miradas se encontraron, Inés pudo ver de nuevo aquella sonrisa de demonio y aquel dedo que pedía silencio ante los ojos del mismo Dios.

Pero Inés no calló. Una vez localizado el presunto asesino, la policía no tardó en apresarlo: se sabía desde hacía tiempo que entre ambos hombres había una fuerte rivalidad, y más de una vez habían llegado a las manos. Tal y como dijeron todos en la calle, eso era algo que se venía venir.

La tranquilidad duró poco. Dos semanas después de que el criminal fuera llevado a prisión, Juana tuvo ciertas nuevas bastante desagradables para ella y su hermana. 



Un lunes cualquiera, un joven apuesto y bien vestido la ayudó con el carrito de la compra y se interesó por la casa. Al marcharse dejó un sobre blanco sobre la mesita de la entrada. Traía una carta de un tal Ismael Sánchez para su hermana Inés.

Al abrirla, encontraron amenazas de muerte y de cosas peores que llenaban una carta en la que parecía que hubieran escupido la tinta en vez de escribir con ella. El asesino volvió a sus vidas como un tornado y las puso boca abajo. Horrorizadas, acudieron a la policía, que tras asegurarles que no había nada que temer y que pondrían a algún agente de guardia, las dejó solas de nuevo.
Durante días, semanas y meses, las hermanas fingían atarearse una con el ganchillo y otra con la radio pegada a la oreja hasta altas horas de la noche. Ninguna quería acostarse y dejarse a merced de la oscuridad de la noche. Dormían juntas pero casi sin pegar ojo. Había un asesino que quería su sangre y sabían que si lograba entrar en la casa, no habría nada que ellas pudieran hacer.



-Inés, vete a la cama -dijo Juana quitándose las gafas y dejando la costura al lado-. Vamos, subamos al cuarto.



Una vez consiguió que una temblorosa Inés se acostara en su cuarto en la planta de arriba, de la blanca pero cada vez más sombría casa, Juana fue al cuarto vecino, la biblioteca de su difunto marido. La penumbra era enorme, con aquellas grandes estanterías y los grandes butacones. Allí, apagó las luces y se sentó en el sierro del balconcito, tapada con una manta y con una vela en la mano como única lumbre. Desde allí vigiló la calle toda la noche, hasta que el día la descubrió aún despierta y con los restos de una vigilante vela que habría que cambiar.

Muchas velas cambiaron con el pasar de los años. Noche tras noche, las dos hermanas se turnaban para hacer su vigilia mientras la otra descansaba en el cuarto de al lado. Todos los vecinos, tanto de la calle como del pueblo, conocían la luz vigilante de la casa. Empezó a surgir una leyenda en el pueblo de que había un ángel guardián en el hogar de las dos hermanas, a las que imaginaban teniendo un agradable reposo nocturno. Pero fuera como fuera, con ángel o sin él, el asesino nunca volvió.

Juana murió unos cuantos años más tarde. Un catarro, la edad y las constantes vigilias no tuvieron clemencia. Y curiosamente, Inés la seguiría tres días más tarde, justo el tiempo que Juana estuvo sola tras enviudar.

Dicen que en el entierro de Juana apareció el novio perdido de Inés, en efecto casado con una señora de la ciudad, rico y asquerosamente saludable gracias a los cuidados de una renta elevada. Tambaleándose se acercó a Inés y le dio el pésame y dos fríos besos. En silencio, se marchó de nuevo para no volver más.



Aquella tarde cuando, después del funeral, sus sobrinos fueron a buscarla, encontraron a Inés muerta y fría sobre su colcha bordada y un álbum de fotos de un amor que nunca existió.

La casa quedó vacía durante mucho tiempo. Propiedad de unos hijos que nunca volvieron al hogar, permaneció entre dos casas que con el tiempo también quedaron vacías. Aquella calle, ahora con tantas casas vacías empezaba a parecer poco acogedora. Los vecinos no podían evitar sentirse intranquilos, sobre todo con el paso de los años y con tantos ancianos viviendo prácticamente solos en una calle de casas abandonadas y vacías. 



Sin embargo, una noche alguien vio la luz.



Brillaba tenuemente en el segundo piso de la casa de paredes claras, allí donde vivieran tantas familias y finalmente sólo Juana e Inés. La primera persona que lo vio huyó asustada, pero pronto todos comentaban tranquilamente cómo el ángel salvador de la casa seguía allí, velando por todos. 



Los niños pasaban con respetuoso temor y algunas personas mayores se santiguaban al pasar por delante del umbral. La familia nunca prestó atención a las historias y la casa siguió vacía. Durante diez años, la luz siguió brillando en la ventana desde que el sol se ponía hasta que volvía a asomar por encima del mar.

Finalmente la casa se vendió a una familia recién llegada al pueblo. Los papeles se firmaron y el dueño, uno de los nietos de Juana, quiso despedirse de aquel lugar de su infancia. 



Según contó más tarde a su mujer, recorrió tranquilamente las habitaciones: la cocina, el pasillo, el patio, el salón. Se quedó sentado pensando hasta que se le hizo de noche. Decidió subir a cerrar las ventanas del piso de arriba. 



Dijo que cuando subió, notó inmediatamente el frío. Un tranquilo viento movía las cortinas de la terraza y de las ventanas del pasillo. Pero hacía frío, mucho frío. Algo intranquilo, avanzó por el pasillo hasta la biblioteca. Cerraría la ventana y se iría. 



Nunca pudo siquiera acercarse.



Nada más abrir la puerta vio la luz, suave como la de una luciérnaga pero brillante en la noche como un faro. En una butaca junto a la ventana, una muchacha joven miraba hacia fuera con una vela en una mano y una foto en la otra. Su rostro era triste pero sereno, al mismo tiempo lleno de… ¿vida? Su cabello era blanco, aunque sus ojos fueran los de una muchacha de veinte años.



-¿Ti… tita? -Se arrepintió en cuanto lo dijo. ¿Qué se parecía aquella mujer a su tita, la hermana de su abuela, muerta tanto tiempo atrás? Pero cuando ella se volvió supo que no se había equivocado.



Agitado, contaría horas más tarde como ella se volvió y le sonrió. No vio nada más porque salió corriendo, pero cuando estuvo en la calle pudo ver como la luz seguía en la ventana.

Cuando volvió al día siguiente, angustiado por haber dejado la puerta de la calle abierta de par en par y las llaves en algún lugar del piso de arriba, descubrió como la puerta estaba apropiadamente cerrada, así como todas las ventanas, menos las del piso de arriba, la de la biblioteca. Con un escalofrío encontró la llave sobre el quicio de la puerta, como lo hacían cuando él era niño. Y en el patio, su chaqueta y las cosas que dejara la noche anterior, perfectamente ordenadas. El timbre le indicó que los nuevos vecinos llegaban, por lo que se volvió para recibir a los compradores de la casa.

Al irse, no pudo evitar mirar hacia la ventana de arriba. Y por alguna extraña razón, una sonrisa tranquila se le dibujó en el rostro. No había nada que temer: la abuela y la tita se encargarían de cuidar la casa y a los nuevos inquilinos. De eso estaba seguro.

Esta historia está basada en una leyenda urbana de la localidad de Rota, en Cádiz.

La leyenda de las dos hermanas, custodias de la casa aún tras la muerte, es aún hoy mantenida entre los vecinos. El asesinato, las delatoras y la larga vigilia de las dos ancianas son parte de la historia del pueblo. Sin embargo, la escenificación de Juana e Inés, nombres ambos ficticios, y todos los sucesos narrados, los cuento con total libertad y ficción. Cualquier parecido con la realidad sería pura coincidencia.


La casa sigue hoy en pie, habitada y en perfectas condiciones. Sobrevivió a la venta inmobiliaria de sus vecinas y al paso de los años. Hace tiempo que nadie ha vuelto a ver la luz, pero quizá sea por la vida que fluye por la casa. Sea como sea, la habitación de arriba, la biblioteca, sigue siendo el cuarto más frío de la casa y ningún mal ha entrado en ella desde entonces.


Las leyendas urbanas van de la mano de las coincidencias, pero… ¿quién sabe?



Sombra de luz de luna

La última vez que ella lo vio, se lo había llevado la sombra de la luz de la luna.

Habían quedado a la orilla del río, a las once de la noche. Ella esperó durante todo el día, impaciente, mirando la hora para ver a cuándo podría reencontrarse con él. Pero en el súper en el que trabajaba a media jornada, las colas interminables se prolongaron hasta cerca de la hora de cerrar. Y cuando por fin llegó el momento de cerrar la caja, se dieron cuenta de que había un congelador estropeado. Las horas se pasaron sacando cajas de pescado a medio descongelar e intentando que el agua no llegara hasta los otros productos. Nerviosa, golpeó las teclas del móvil, intentando avisarle de alguna manera su retraso, pero un desagradable pitido intermitente le avisó que no tenía batería suficiente.


Cuando por fin consiguió abandonar aquel horrible lugar que olía a agua estancada, persiguió un taxi que cualquier otro día no se hubiera permitido, y se subió aún con aquel horrible mono mostaza sollozando un «A la orilla del río».

Con el corazón en el bolso, recorrió la calle que miraba al río. No era más que un riachuelo, pero todos lo llamaban «río». Era tan estrecho que de una orilla a otra no habría más de unos nueve metros. Pero seguían siendo nueve metros.

Por donde ella corría, las farolas iluminaban un paseo con locales aún abiertos y casas aún transitadas. En la otra orilla, sin embargo, la noche era la dueña. Un estrecho callejón al que solo daban las traseras de las casas y algún que otro garito.
Entonces lo vio. Tan despistado como siempre, se había confundido de orilla. Aún seguía allí, con el gesto preocupado y la cara congestionada por el frío. Con una sonrisa, intentó llamarlo, pero un grupo de jóvenes armando jaleo la alejaron de la orilla, intentando tirar de ella hacia dentro. Apurada, intentó huir para ver con el rabillo del ojo cómo él se marchaba.

The last that ever she saw him

carried away by a moonlight shadow
he passed on worried and warning
carried away by a moonlight shadow.


Lo llamó por su nombre, pero los gritos eran demasiado altos y la cercana orilla resultó estar demasiado lejos.


Él ya se perdía a lo lejos cuando consiguió librarse. Corrió llamándolo. ¿Cómo podía un lado estar tan lleno de vida y el otro tan oscuro y tenebroso?

Lost in a river last Saturday night

far away on the other side.

Cuando lo alcanzó vio que se había detenido, como dudando entre si volver hacia atrás o continuar. Unos pasos más adelante, una violenta pelea le cortaba el paso. Ella también se paró, buscando un modo de llegar hasta él. El puente próximo se perfilaba a lo lejos, más allá de la pelea, de su amor, de todo.
He was caught in the middle of a desperate fight

and she couldn't find how to push through.

Gritó su nombre, pero él ni siquiera la oyó. Otro grupo de figuras bajó desde detrás de él para unirse a la pelea. Horrorizada, ella pudo ver como se veía arrastrado en mitad de todos ellos.
Empezó a correr siguiendo el curso del río como mejor pudo, gritando a un lado y a otro, pidiendo ayuda.


The trees that whisper in the evening

carried away by a moonlight shadow
sing a song of sorrow and grieving
carried away by a moonlight shadow.


El estruendo de los disparos rompió la noche, haciendo que los viandantes de la otra orilla, que hasta entonces habían hecho lo posible para ignorar la pelea, se alejaran cuanto pudieran entre el susto y la excitación.

All she saw was a silhouette of a gun

far away on the other side.

Los disparos lo alcanzaron de lleno. Ni se dio cuenta de qué le pasó. Simplemente se dejó caer contra la valla de protección con la mano en el pecho. El resto de las figuras lejanas se alejaron corriendo en distintas direcciones, entre gritos y maldiciones. Él miró hacia la otra orilla.

He was shot six times by a man on the run

and she couldn't find how to push through.

Un grito desgarrador perforó el manto negro de la noche. Sin un solo pensamiento,  balbuceó unas escasas palabras alargando las manos hacia la otra orilla.

I stay.

I pray.
I see you in heaven far away.


Finalmente sus pasos la llevaron como una sonámbula hacia el otro lado. Un grupo de curiosos se encontraba a su alrededor. Preocupados, alarmados, una chica con el pelo rosa haciendo fotos con el móvil, el dueño de una licorería fumando despreocupadamente y él. Ya estaba muerto.

I stay.

I pray.
I see you in heaven far away.


Las lágrimas se acallaron finalmente, cubiertas por las sábanas del dolor desconsolado. Ella dormía intranquila, con una mano en pecho y la otra junto a la cara, aún húmeda. Entonces abrió los ojos. Por unos segundos, aunque tenía el rostro mojado, sonrió. Le había parecido sentir el paso de él en el cuarto.

La sonrisa se le quebró en la cara al darse cuenta de la realidad en la que se había despertado. Miró el reloj, las cuatro de la mañana. La luna brillaba tanto aquella noche como un pequeño sol nocturno.

Four am in the morning

carried away by a moonlight shadow.

Ella se levantó pesadamente, con las marcas de dolor aún en el rostro y una camisa vieja sobre los hombros. Había sido de él.


Arrastró los pies hacia la ventana, temblando de frío por sus pies descalzos sobre el frío suelo y levantó el brazo para correr las cortinas y tapar la luna. Entonces lo vio. Con los brazos apoyados en la azotea de la casa de enfrente, miraba hacia la nada con el rostro ansioso y triste. Iba vestido de blanco y descalzo, pero una horrible mancha de sangre ocupaba todo su pecho.

I watched your vision forming

carried away by a moonlight shadow.

Como una poseída, ella salió de la casa, descalza y prácticamente desnuda, con el pelo alborotado y nuevas lágrimas en la cara. Subió de tres en tres los escalones que la llevaron al quinto piso, luego al sexto y por fin, la azotea. La puerta que solía estar cerrada se abrió dócilmente cuando ella la empujó.


Gritó su nombre y esta vez él la oyó.

Star was light in a silvery night

far away on the other side.

-Ven -la llamó-, hablemos. 


-Lo siento, llegué tarde -gritó ella a la noche y al silencio, sin saber ya porqué lloraba. ¿Acaso no estaba él allí con ella? 

No, no estaban juntos. Si tan sólo pudiera ir al tejado de enfrente…


-Ven…

Will you come to talk to me this night?

But she couldn't find how to push through
I stay.
I pray.
I see you in heaven far away.


-Ya voy. Mi amor, ya voy -sollozó ella. Nunca lo había llamado así antes. Tendría que haberlo hecho, pero ahora lo haría.

Con la mirada desenfocada, pasó las piernas por encima de la barandilla de protección del tejado. Tras ella había un pequeño bajante y después el vacío.
-Ya voy, espérame.

Puso los pies descalzos sobre la fría superficie y sonrío. Estaban muy cerca. Alargó los brazos y cerró los ojos. Cuando los abrió el seguía allí. Pero ya no la llamaba sino que muy serio, la miraba en silencio mientras el reflejo de la luz de la luna pintaba lágrimas en sus mejillas.
Con un crujido el bajante cedió, y ella se precipitó al vacío.


I stay.

I pray.
I see you in heaven far away.

Far away on the other side…


Como si recordara uno de sus vídeos de autoayuda ella se vio frente el túnel más famoso de todos, al fondo del cual se veía una luz.

Con el aullido de cien almas perdidas, un viento helado la rodeó y sujetó antes de que cayera al suelo. El viento se transformó en ciento cinco caras conocidas. La vida y la muerte se ven las caras muchas veces, pero sólo durante unos breves segundos.

Caught in the middle of a hundred and five.

Sus familiares: una madre que murió traiéndola al mundo, los abuelos que definitivamente terminan muriendo, sus amigos: la compañera de piso que nunca tuvo, su primer novio del instituto… ¿cómo habían llegado a ser tantos? Todos se habían ido… y ahora se lo llevaban a él.
-Llevadme, hace frío, quiero ir allí.


Inexpresivos, los fantasmas de una vida la empujaron hacia la cálida y confortable luz.

Pero otro viento cálido hizo que los espectros temblaran, siéndoles arrebatada la vida que se acababa, la de ella. De pronto se encontró en brazos de él.
-No… aún no.

The night was heavy but the air was alive.

-Llévame. No quiero estar sola.
-No seas idiota. Tienes toda una vida por delante.
-¡Pero no la viviré sola! -Movida por la desesperación descubrió que el espíritu de su amante apenas podía sujetarla y se vio libre, cayendo hacia el abismo donde la esperaban sus fantasmas.
-¡No!
Una gran zanja se abrió ante ella. Aquello era imposible, no había nada en lo que abrirse una zanja. Sólo la Nada.
-Dejadme pasar; ¡me está esperando! Llego tarde, ¡lo siento!

But she couldn't find how to push through.

Hasta que no abrió los ojos no se dio cuenta de que los había tenido cerrados. Con un sollozo, intentó moverse pero tenía el cuello y las piernas inmovilizados.
-Ha despertado.
-Un milagro. Cayó desde un sexto piso. Si no hubiera sido porque el balcón del piso de abajo la detuvo, se hubiera roto más huesos.
Ella gimió. Olía a hospital. Odiaba los hospitales. El ruido, el movimiento. Una ambulancia.
La bajaron con delicadeza, pero ella se sentía como si la arrastraran por el suelo. La luna seguía brillando como una burla a la vida. A la muerte.

Carried away by a moonlight shadow.

Cuando la metían en el hospital por la puerta de atrás, su cuello entumecido le permitió ver que, al otro lado de la calzada, más allá de donde ella podía llegar, él la miraba con el rostro triste y apesadumbrado.
Con un gemido de rabia e impotencia, alargó las manos pero las puertas del hospital se cerraron ante ella.

Carried away by a moonlight shadow

far away on the other side.